Es nuestro trabajo cribar la información que nos proporcionan y que nos facilitan bajo la condición del anonimato
Juan es ingeniero y trabaja en una fábrica. Un buen día, entre algunos archivos, descubre unos documentos internos que prueban que su empresa está vertiendo contaminantes al río. Poner una denuncia implica identificarse. Arriesgarse a una querella por revelación de secretos. Está en juego el pan de sus hijos; el futuro y el presente, porque no puede dejar de pensar que ninguna otra compañía le contrataría después de filtrar semejante información. Así que decide que lo mejor que puede hacer es hacer llegar esos escritos incriminatorios a la prensa.
Busca un periodista de su confianza. Ni siquiera se lo cuenta todo de golpe, hasta que no se asegura de que es de fiar. Los vertidos contaminantes llegan a la opinión pública únicamente porque Juan está absolutamente convencido de que el periodista no revelará jamás su identidad a nadie. Porque la Constitución se lo permite. Y porque ese es su compromiso. Juan es una fuente. Por supuesto, la mayoría de veces se mueven por motivos mucho más espurios. No son desinteresadas. Quieren salvar sus propias posaderas o hundir al de enfrente, con quien mantienen una guerra fratricida. Y suele ser al revés: es el periodista quien busca a la fuente. Es nuestro trabajo cribar la información que nos proporcionan, comprobar que sea cierta y ver qué interés tienen en que la publiquemos, para evitar que nos utilicen. Pero todas tienen algo en común: facilitan información bajo la condición del anonimato.
Ningún derecho es absoluto. Choca con los derechos del otro. El derecho de no revelar la identidad de una fuente puede ser contrario al de la tutela judicial efectiva, la presunción de inocencia, o incluso al honor. No me lo cuenten. En el mismo sumario en el que se ha ordenado la incautación de teléfonos y material de trabajo a dos periodistas por hacer –y muy bien– su trabajo, un buen amigo vio su nombre en todos los periódicos porque un testigo le acusaba sin prueba alguna en una declaración de la que posteriormente se desdijo.
No parece casual que el atropello sin precedentes a la libertad de prensa y a un precepto recogido en la Constitución se produjera poco menos de una semana antes de que la Fiscalía presentara su escrito de acusación en una de las macrocausas que más se han parecido a un argumento de película de gángsters. Y miren que tenemos dónde elegir. Si los investigadores quieren conocer el origen de una filtración, que indaguen entre los que podían poseer el informe policial que apuntaba un presunto fraude de más de 50 millones. Pero violar de esta forma el secreto profesional únicamente se justificaría en casos de extrema gravedad, como prevenir un atentado terrorista, o un asesinato. Aquí sólo se me ocurre intentar evitar la nulidad de la causa. No lo digo yo, sino el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que considera la libertad de información un bien jurídico preferente.
Y lo hace porque el secreto profesional de los periodistas no es ningún privilegio de un colectivo que pretenda situarse por encima del resto de la ciudadanía. Sin él, no habría Juanes. Ni Pepitos. Ni fuentes. Defender el derecho a no revelar su identidad no implica la justificación de su comportamiento. Los periodistas tendríamos de fuente al mismísimo Lucifer, si nos proporcionara información valiosa. Algunos argumentan que el derecho de la información de los ciudadanos puede esperar a que haya juicio, para no chocar con la presunción de inocencia. Sólo imaginen qué habría ocurrido si nadie hubiera sabido de las tropelías de Matas o Munar hasta que se les hubiera juzgado. Cuántas pruebas habrían podido destruir sabiéndose investigados. Quién habría dimitido. Y decidan de qué lado están.
Article de Maria Amengual, secretària general de l’SPIB publicat a Diario de Mallorca dia 19/12/2018